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lunes, 14 de septiembre de 2009

Cuentos De Gatos



Érase una vez en un pueblo en las montañas, una gata que vagaba sola por las praderas, comía en los callejones de algunos restaurantes locales, jugaba con los niños que encontraba en las plazas y descansaba en el hoyo de un árbol que estaba al lado del lago, era muy feliz; sólo había una cosa que empañaba ese dichoso mundo: ¿por qué el problema entre perros y gatos?, ¿por qué no podían ser amigos? “Eres muy terca” -le dijo una vez un gato anciano-, “las cosas son como son”, “si es que desde el comienzo no salen corriendo a cazarte sin tregua, y se acercan tratando de no espantarte, como si les parecieras algo extraño que no han visto antes y quieren saber qué es; eso es pura curiosidad de cachorro”. Tábata se encogía de hombros con un sinsabor en los bigotes “tal vez si en verdad se llegaran a conocer podrían ser amigos” -decía-, “está en su naturaleza, no lo pueden evitar, ¿sabes cuando se acaba todo? Cuando comen juntos una misma presa, tratan de compartir un bocado y en ese instante saltará, te gruñirá y sin quererlo tendrá una pata en tu cara y sus caninos incrustados en tu cuello, tan fugaz que no te darías cuenta”, -sentenciaba el anciano animal- sacudiendo su gordo pelaje esponjado, era un angora gris y Aldebarán era su nombre.

Aldebarán era el único amigo que Tábata tenía, lo conocía desde que era muy pequeña y él le había enseñado todo lo que sabía, era lo más parecido a un padre que conocía. A Tábata le gustaba hablar con Aldebarán pero a veces sentía que ya era muy viejo y que ya no tenía mucha vida dentro de sí. Tábata pasaba horas subida en el árbol en el que vivía, de día o de noche se sentaba en su rama favorita y desde allí contemplaba el lago, veía a los niños jugar en las orillas, niños de todos los tamaños y de todos los colores, y se preguntaba si las diferencias tendrían algo que ver con que se divirtieran tanto, a veces, sólo a veces, se le olvidaba incluso hasta de comer. Pero en el mundo de Tábata existía una amenaza muy grande, los coyotes, quienes vivían al otro lado de la montaña y de cuando en cuando bajaban al pueblo a robar gallinas y a hacerles maldades a los animales más pequeños. Todos temían a los coyotes, los animales, los niños y los adultos, por otro lado, los detestaban.

Una tarde, luego de jugar toda la mañana con los niños de la escuela, Tábata fue a visitar a su querido amigo Aldebarán, pero no lo encontró por ninguna parte, no estaba en el gran basurero de la heladería -que era su lugar favorito-, preguntó a los otros gatos del callejón y éstos con profunda tristeza le dijeron que Aldebarán había sido atacado por los coyotes que habían bajado la noche anterior y como era ya muy anciano, no pudo defenderse y murió. Tábata sintió un golpe frío en el pecho y de pronto una llama se encendió en sus ojos sin lágrimas, ¡venganza! –decía-, los gatos vagabundos trataron de convencerla pero ella ya lo había decidido. Sin decir una palabra se fue camino a la montaña.

El camino era largo y llevaba mucho tiempo a cuestas, cuando sintió que alguien la seguía, de un golpe saltó arqueando el lomo y sacando sus finísimas garras se preparó para todo, de entre la maleza vio algo aparecer, era un enorme perro de granja, Tábata lo observó sorprendida pero desafiante, con las pupilas en línea y lista para atacar; sin embargo, el perro se mostró muy tranquilo, no parecía darse cuenta que estaba a punto de ser atacado, la observó y dando unos pasos lentos y confiados le preguntó: “¿Vas a la montaña’?, ¿tras los coyotes?”, “¿por qué te interesa saber?, ¿por qué piensas eso?” -respondió- sin bajar la guardia. “No se contesta una pregunta con otra pregunta. ¡Gatos!”. “¿Por qué me sigues?” -preguntó Tábata- irritada, detestó ese comentario despectivo de los gatos. “También voy tras esos malditos, mataron y se robaron muchas gallinas anoche, y si no vuelvo con aunque sea uno muerto, me echan de la granja” “Sí, voy tras ellos también” -dijo Tábata- sorprendida de hacer una confesión así a un perro, “muy bien iremos juntos entonces, los viajes largos pueden llegar a ser muy aburridos” y se puso en marcha. Tábata se quedó inmóvil, todo le parecía tan interesante, sin embargo, no debía confiar en un perro que la superaba en peso por lo menos 10 veces y que ni siquiera se percató del peligro que corría al enfrentarse a ella. “¡Andando! Hay que llegar al pie de la montaña antes que oscurezca” -sentenció el perro-. “Yo no he aceptado ir contigo” -dijo ella- sintiéndose un poco ridícula por lo que acababa de decir, “bueno” dijo el enorme can acercándose a ella y dándole frente, “¿aceptas ir conmigo o no?”. Tábata ya se sentía demasiado tonta para responder y simplemente se puso en marcha. “Me llamo Mikael”. Tábata y él emprendieron viaje.

Poco antes del atardecer Tábata sintió hambre, divisó 2 aves silvestres grandes por ahí y con un sigilo casi fantasmal se les acercó, Mikael se detuvo, la observaba, ¡era increíble! Él también sabía cazar, pero siempre admiró cual espectador, los movimientos y agilidad “contranatura” que tenían los gatos al acechar a su presa, le parecía una técnica elegante y efectiva, vio a Tábata desaparecer en la hierba espesa y luego como un agraciado delfín la vio saltar con las garritas afiladas hacia las aves, aleteos y un gruñido de gato “gracioso grito de guerra” -pensó-, un silencio y Tábata emergía arrastrando los dos cadáveres con mucho esfuerzo, eran muy grandes para su tamaño, se acercó, le dio uno y luego cogió la otra presa y se alejó de allí para comérsela, no se arriesgaría. Mikael por su lado la miró intrigado, no le gustaba comer solo y sin embargo no le pediría que lo acompañe: “Los gatos son traicioneros no se apegan a nada ni a nadie” -recordaba las palabras de su madre cuando era cachorro-, terminó de comer tratando de no pensar en nada, sin mirarse, reanudaron la marcha.

Al caer la noche, ya habían llegado al pie de la montaña donde vivían los coyotes, no atacarían de noche, eran demasiados y sin luz era muy arriesgado; Tábata trató de convencer al Mikael que era mejor así, tomarlos por sorpresa sin que los pudiesen ver, pero Mikael no lo haría, sabía que Tábata podría manejarse muy bien en la oscuridad y los coyotes estaban acostumbrados a atacar de noche, así que él tendría toda la desventaja y no podría estar seguro que Tábata bastaría para apoyarlo, ni siquiera si ella lo apoyaría en primer lugar. “Atacaremos al amanecer cuando aún estén dormidos” -sentenció- mirándola gravemente, Tábata nunca acataba órdenes -siempre hizo lo que quiso-, pero aunque era irritante para ella que ese enorme perro dictaminara lo que harían, lo encontraba en cierta forma reconfortante y agradable.

Mikael encontró una grieta al pie de la montaña para pasar la noche, era un hueco helado, pero no era problema, su pelaje era grueso y espeso; pero Tábata era muy pequeña y de pelo corto, ambos entraron en la “semicueva” y se echaron a dormir, Mikael veía a Tábata tiritar de frío y aún cuando algo le decía que no lo hiciera, se echó a su lado, casi rodeándola para compartir el calor con ella. Tábata enmudeció incluso de pensamientos. “Duerme ahora” -le dijo él-, todo eso era demasiado para ella, especialmente antes de librar una batalla que podría ser mortal, Tábata se durmió.

Antes que los primeros rayos de sol perforaran las nubes, ambos, perro y gato habían salido en busca de los ladinos coyotes. No los encontraron, dieron vuelta a la montaña y hallaron el grotesco espectáculo, todos estaban muertos, algunos hombres habían venido durante la noche, furiosos por el ataque de la noche anterior y habían ajusticiado a la manada entera, todos heridos de bala. Mikael cogió uno y empezó a arrastrarlo cuesta abajo, Tábata lo ayudaba, era grande y muy pesado y ambos se cansaban demasiado: “No lo lograremos” -dijo Mikael- “es mejor olvidarlo” y desistió dejando caer el agujereado cuerpo sin vida. La ínfima colaboración de Tábata se hizo evidente y truncada. Ella vino por otra razón, tal vez hubiese preferido morir en el enfrentamiento como probablemente hubiera sucedido, verlos muertos fue una insípida satisfacción, un vacío inmenso, recién ahora la rabia cedía paso al dolor. Se sentó al lado del cuerpo inerte del coyote, con la mirada fija y perdida en los dientes de éste, de pronto, poseída por un ataque de ira se lanzó sobre el cadáver arañándolo, mordiéndolo y cortándole una oreja, “toma con esto será suficiente” -le dijo a Mikael- pateando la oreja mutilada: “Tu dueño entenderá”. Mikael contempló atónito como ésa gatita, tan frágil y aparentemente inútil había arrancado de una sola arremetida la oreja del coyote y ahora cubierta en sangre lloraba. Se acercó a ella, le lamió las patas y se sentó a su lado. ¿Qué debía hacer? Decirle ¿que sabía lo que es perder al alguien querido? ¿que el dolor y la impotencia son insoportables? Decirle, ¿cómo él supero su dolor? ¿abrirse? “Los gatos nunca se encariñan con nadie, no vale la pena confiar en ellos” y Mikael comenzó a hablar, ella lloró mucho y se quedaron sentados junto al cadáver, él hablando, y Tábata, llorando hasta que ambos se quedaron dormidos.

A la mañana siguiente, Tábata despertó a Mikael con dos peces que había pescado en un estanque cerca de allí, Mikael se incorporó algo aturdido todavía, él sabía que a ella no le gustaba comer junto con él, en todo este tiempo lo había estado evitando sin disimular, Tábata se sentó muy junto a él y empezó a comer. Mikael se sintió contento y empezó a comer también, Tábata sufrió unos instantes en la espera de ver si Mikael la atacaba cediendo ante su mítica naturaleza, pero nada sucedió, por el contrario ambos se sintieron muy a gusto. Tábata le cedió a él la parte del pescado que no quiso comer y ambos sonreían. El camino de regreso a casa fue largo, mucho más que el de ida, pero se hizo muy corto, casi unos pasos; llegaron a la granja en donde vivía Mikael y sin ningún tipo de despedida Tábata prosiguió su camino sin mirar atrás, no sabía qué decir ni qué hacer “nunca mendigues afecto” -repetía una grabación en su cerebro- con la voz de Aldebarán, no sabía nada y no supo cómo actuar, Mikael susurró “adiós”, entre dientes con un suspiro de decepción. Y la vio alejarse con una amarga intranquilidad, más que por pensar que ella diría algo, por creer confirmado todo lo que sabía de los gatos hasta antes de su viaje. Tábata pasó por el callejón a ver unas cosas de su querido amigo y a saludar a los gatos que vivían ahí, les contó su travesía obviando por completo a Mikael, todos escuchaban extasiados y celebraron que hubiera regresado ilesa, sin siquiera haber perdido una de sus pulgas, tarde en la noche, regresó a su tronco en el lago y se durmió.

La mañana vino temprano y aunque el cielo era despejado y azul, los rayos del sol imprimían algo gris en el aire, Tábata tenía un agujero en el pecho, uno más grande que ella, algo la impulsó a ir al lugar en donde conoció a Mikael, grande fue su sorpresa al encontrarlo allí, enorme y confiado como siempre. “Qué tal te fue con tu dueño?” –preguntó-, “Recibí un enorme filete y jugó conmigo hasta tarde” -respondió- y empezó a contarle todo, ella le contó como mantuvo a todo el callejón con los bigotes crispados mientras narraba su hazaña. Y cada tarde se encontraron allí y conversaban hasta altas horas y a veces sólo se tendían en la hierba a revivir esta historia sin hablar.
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autor : Noyuri Higa Tamamoto


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